Pocas cosas desencadenan más ansiedad que elucubrar sobre el futuro. Por eso, cuando nos invitaron a participar en la edición de este año de la Biennal de Pensament de Barcelona, concebida bajo el marbete de “el mañana de todo”, corrimos temerosas a buscar refugio terapéutico en los delirios proféticos, en el desasosiego cronofóbico y en la temporalidad escatológica de nuestros siglos más favoritos. Acompañadas (contra todo pronóstico) por Francis Bacon y sus desiderata, de la mano de un (hasta este instante) desconocídisimo fray Juan del Pozo y su minuciosa manía por textualizar deseos tan necesarios como la multiplicación de anguilas en cualquier estanque y arropadas por Lucrecia de León, la veinteañera más embaucadora del Madrid del siglo XVI, en este episodio rebobinamos hasta los futuros barrocos para aplacar las ansiedades de nuestro propio porvenir. Si las personitas del barroco sabían que lo único que merecía la pena era la búsqueda incansable de lugares utópicos alejados de la tiranía de la productividad, si encontraron en una preciosísima ética del capricho el asidero necesario para combatir el pánico ante esa inminencia llamada futuro, nosotras (y vosotras) no vamos a dejarnos consumir por la nebulosa de lo que está por llegar. Si no puedes seguir viviendo sin saber por qué Lucrecia de León mandó construir unos bunkers en Villarubia de Ocaña, si te va la vida en descubrir por qué Robert Boyle hubiera sido más feliz en el Berghain que en la Royal Society, dale corriendo a play.
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